viernes, 5 de febrero de 2010

ONGIETORRI de nuevo a nuestro Blog.

Esta semana vamos a contaros una anécdota cada una.
Yo no estaba segura de qué contar, pero cuando Lucila ha dicho que iba a contar su llegada al país, me he acordado de cuando yo fui por primera vez al extranjero.

Me apunté a uno de esos viajes a Cork, Irlanda, en que convives con una familia y vas a clases de inglés por las mañanas. Me tocó vivir con una familia que tenía su casa cerca de las afueras de la ciudad y para ir al colegio tenía que coger el autobús.



Pues bien, el primer día, en el que la mayoría de las familias acompañaban al colegio donde dábamos clase, ningún miembro de la familia con la que vivía me pudo acompañar. Me dijeron dónde coger el autobús, pero no dónde bajarme, así que tuve que preguntarle al conductor. Me costó algo entenderle, pero me dijo dónde bajarme y hacia dónde ir para encontrar el colegio.


Cuando llegué allí no veía a nadie conocido, ninguno de los chicos con los que había compartido el vuelo. Empecé a dar vueltas por el colegio hasta que me convencí de que no era al que yo tenía que ir. Me senté en una silla e intenté pensar que hacer, pero no sabía dónde estaba, no sabía a dónde tenía que ir, y no conocía a nadie. Me agobié y, a pesar de mis esfuerzos, empecé a llorar.


Fue entonces cuando una chica joven se acercó a mí y me preguntó qué me pasaba. Era monitora de otro grupo de chavales que, como mi grupo y yo, había ido a aprender inglés. Ella tampoco sabía exactamente donde estaba mi colegio, pero dedujo cuál podría ser. Me calmó, me dio un mapa de Cork, y me señaló dónde estábamos y a dónde creía que debía ir. Tras un rato de caminar entre calles que para mí eran nuevas, llegué a mi colegio.

No me volví a perder, de hecho, me conocía ya aquella zona como la palma de mi mano. Fue desde entonces cuando empecé a pensar que cuando llegas a una ciudad nueva, lo mejor es perderse. Además, lo pasé genial en Cork, aprendí mucho e hice nuevos amigos.


Andrea Arnal

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